La investigadora Marie-Monique Robin, autora de El mundo según Monsanto, analiza con entonación polémica el modo en que los agroquímicos alteran los alimentos.
La solapa del libro la presenta como "periodista, documentalista y directora de cine". Pero la francesa Marie-Monique Robin excede esa clasificación. Con varios libros y documentales de investigación en su haber, también podría calificársela de activista de derechos humanos o del medio ambiente: ciertamente, no posa de desapasionada y distante, sino que se sitúa en sus obras con una subjetividad comprometida. Sus trabajos no son por eso menos rigurosos. En cada uno construye un caso sólido y abundantemente documentado, al estilo del gesto zoliano de J'accuse .
Robin es conocida en la Argentina porque dos de sus libros más importantes - El mundo según Monsanto y Escuadrones de la muerte - sitúan parte de su investigación en nuestro país. El segundo desnuda la vinculación entre la "escuela francesa" de tortura y la represión ilegal de la última dictadura; el primero cuenta la historia de la empresa norteamericana, que logró mantener sus productos en el mercado aún en medio de fuertes cuestionamientos, entre ellos el herbicida Roundup, complemento del paquete de soja transgénica.
En El veneno nuestro de cada día. La responsabilidad de la industria química en la epidemia de enfermedades crónicas , Robin amplía el cuadro para poner en cuestión todo el sistema que regula la incorporación de nuevas sustancias al mercado: no sólo pesticidas, también aditivos alimentarios o compuestos para distintas industrias. Va más allá de una empresa o firma comercial, para desentrañar cómo funcionan globalmente las instituciones que deberían resguardarnos de los riesgos de estas nuevas sustancias: la Organización Mundial de la Salud, la Food and Agriculture Organization, las autoridades europeas y norteamericanas, presuntamente, entre las más exigentes del mundo. Su conclusión podría resumirse en la cita de uno de sus entrevistados, Erik Millstone, que dicta política científica en la Universidad de Sussex: "Los consumidores son los que toman los riesgos y las empresas, las que reciben los beneficios".
Dos conceptos técnicos están en el centro de la argumentación de Robin: la ingesta diaria aceptable o admisible (IDA) y los límites máximos de residuos. El primero se define como "la cantidad de sustancia química que se puede ingerir cotidianamente y durante toda la vida sin que existan riesgos para la salud", y se usa para fijar los límites de cualquier compuesto que pueda entrar en contacto con los alimentos. Por ejemplo, cuánto residuo de un agroquímico es tolerable en una manzana. Robin traza la genealogía de esta noción, basada en el principio de Paracelso: "Sólo la dosis hace al veneno". En el camino encuentra medidas arbitrarias, estudios mantenidos en secreto, expertos que pasan de trabajar para el gobierno a emplearse en las empresas que debían controlar, el "efecto manada" en las aprobaciones: a la primera de Estados Unidos o Europa, siguen otras, sin nuevas revisiones.
Robin también hace preguntas de sentido común: si bien la IDA fija límites de ingesta según el peso corporal, no es lo mismo un niño que un adulto, pero los dos pueden comer una manzana entera. Y si el mismo agroquímico está presente también en la zanahoria, la papa y el jugo de naranja, ¿cómo saber si no se ha superado la ingesta diaria aceptable? Precisamente, los límites máximos de residuos intentan responder la segunda pregunta. Pero la periodista nuevamente plantea dudas elementales: cada pesticida tiene un uso recomendado, pero ¿qué pasa si el agricultor se excedió en la dosis?
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