Hay muchas caras de la violencia. Una es la violencia feroz y literal sobre los cuerpos, como la que se muestra en los casos recientes de violencia de familias y alumnos contra directores y docentes, que son casos muy impresionantes, pero excepcionales.
La mano escolar que toma el lápiz y escribe de pronto se cierra en un puño o empuña el cuchillo. La tinta a veces se transfigura en sangre y, como diría Jean Baudrillard, acontece la mismísima transparencia del mal.
Otra es la violencia silenciosa y cotidiana que desde hace ya tiempo atraviesa las aulas de nuestras escuelas y a la que podríamos denominar la "antiescuela".
La antiescuela es la inversión de los valores y prácticas que definían el mundo escolar. En ese territorio desolado y desolador, la palabra es reemplazada por el grito, la asimetría se pierde, la autoridad del docente para enseñar se esfuma, las razones son sustituidas por las presiones, la agresión se legitima por sobre la argumentación.
En la antiescuela está muy mal visto ser un buen alumno, existe un horror visceral ante la posibilidad de ser calificado como un " nerd ", es decir alguien estudioso, aplicado. Quizá también tiene mala prensa ser un buen profesor, de esos que pretenden propiciar el esfuerzo de los estudiantes por aprender.
En el fondo de la antiescuela hay una sociedad que no sanciona, que tolera y que aplaude embrutecida las formas más tristes de la ignorancia.
Claudia Romero
La autora es directora del Area de Educación de la Universidad Di Tella
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